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martes, 27 de mayo de 2014

Más allá del camino: Áccesit local en el certamen de relato corto Viriato 2014

Título: Más allá del camino
Autora: Clara Jiménez Santos

Me llamo Mariama. Nací hace 26 años en Jartum. Ésta es una ciudad grande, con más de dos millones de habitantes, que se encuentra en la región conocida como Sahel, en la confluencia donde el Nilo Azul y el Nilo Blanco se unen para formar el principal río africano. 

Me crié en un barrio humilde. No teníamos ningún lujo, pero mi infancia dista mucho de la imagen dramática del hambre en África extendida en occidente.

Nunca llegué a conocer a mi padre. De él sólo sé que se llamaba Jamal, y que al poco tiempo de dejar a mi madre embarazada, se marchó, con sus otras dos esposas, a una ciudad del sur. 

Fui educada como cristiana ortodoxa, la religión de mi madre y de toda su familia. Hasta que me casé, viví con ella y con mis abuelos en las traseras de nuestro negocio: una pequeña panadería. Aún recuerdo el olor del pan horneándose. Resulta casi mágico, que un olor grabado en la memoria, pueda despertar tantas emociones, aún hoy, años después. 

Brahim, mi marido, se encargaba todos los días de vender el pan en un puesto que nos prestaban, en una de las plazas más concurridas del centro. 

Cuando sólo llevábamos tres meses casados, una mañana de agosto, entraron en nuestra casa unos policías con una orden de arresto para mí. Me acusaban de adulterio. Fui arrastrada hasta los calabozos de un juzgado a las afueras de la cuidad. Yo estaba como dentro de un sueño. No era consciente muy bien de lo que estaba pasando ni de por qué estaba siendo acusada de aquel delito. 

A la mañana siguiente me subieron a una sala, donde delante de mí había una docena de hombres vestidos de negro. Di por hecho que sería el tribunal que iba a juzgarme. Después de recibir todo tipo de insultos e improperios, uno de ellos se levantó y leyó mis delitos: adulterio y apostasía. También dijo que había sido denunciada por un familiar, respetable, de mi padre. 

Según ellos y la Sharia, que es la ley islámica en la que se basaba este juicio, yo, como hija de musulmán, era musulmana; y las mujeres musulmanas no pueden contraer matrimonio con hombres que no profesen esta religión. Dicho matrimonio es considerado, por lo tanto, adulterio. 

La pena por el adulterio que me correspondía era clara y no tenía ninguna defensa posible, sería flagelada. En cuanto a la apostasía, la pena dependía de si yo renunciaba o no, a mi fe cristiana. Si no lo hacía, la condena sería la horca. 

En ningún momento pensé en renunciar a mi fe, y eso que nunca me he considerado una mujer muy religiosa. Renunciar a ella no sólo implicaba dejar atrás mis creencias y todas las enseñanzas de mi madre. Por encima de esto, renunciar a mi fe implicaba abandonar a mi marido y a mi familia, y dejar en manos de otros mi destino. Suponía, en definitiva, renunciar a mi libertad. Así, me reiteré como cristiana y fui condenada a pena de muerte. 

Al mismo tiempo, Brahim, con la ayuda de familiares y amigos, logró conseguir una suma modesta de dinero, con la que pudo sobornar a dos de los guardias que debían trasladarme desde el tribunal a la cárcel. Así, cuando ya lo veía todo perdido, en un “descuido” pude eludir el cautiverio. Y en ese momento, comenzó nuestro viaje. 

Había que salir del país y pensar en un destino más próspero. Al menos, al pisar tierra europea tendríamos la posibilidad de soñar con un futuro mejor. Y con esta idea emprendimos el viaje. 

Cruzar África, hasta llegar al norte de Marruecos, como ya hicieron los primeros hombres que salieron de este continente, hace miles de años para poblar el mundo, es una tarea sumamente difícil. Nos encontramos ante situaciones y personas que costaba imaginar que existiesen, desde la brutal corrupción policial, hasta el negocio sin escrúpulos de traficantes, pasando por los asaltos de bandidos en el desierto. 

Nunca antes habíamos experimentado sentimientos como aquellos: hambre, cansancio extremo, miedo, dolor…y a mí me reconcomía una gran culpa. Había obligado a mi marido a vivir esa experiencia, que día a día, resultaba menos esperanzadora. 

Cuando logramos llegar a Tánger, ya había pasado un año y medio desde nuestra partida. Apenas nos quedaba dinero y no encontramos a ningún negociante que nos asegurara dos plazas en ningún cayuco. Así que, hubo que elegir. Yo cruzaría el estrecho junto a una familia, con la que hicimos amistad el último trayecto del viaje, mientras Brahim se quedaría en Tánger hasta conseguir el dinero necesario. Pasado este tiempo yo intentaría encontrar trabajo como jornalera y esperaría su llegada, al otro lado. “Tan sólo son unos pocos kilómetros de distancia”, me repetía Braim, como si de un mantra se tratara. 

Es difícil poder explicar la sensación que tenía aquella noche, cuando sientes que tu vida pende de un hilo y te encuentras perdida en medio de un océano oscuro. Logramos llegar a la costa, pero unos focos potentes y unos gritos, en un idioma que yo no podía entender, nos recibieron. Estábamos acostumbrados a las persecuciones policiales, pero este día no fue posible. 

Me llevaron, junto a casi todos los demás, a un centro de internamiento para extranjeros. Aquello parecía una cárcel. Durante 52 días permanecí allí en condiciones deplorables. El edificio estaba en muy mal estado, las habitaciones abarrotadas y la atención sanitaria y la higiene eran escasas. Pero lo peor era la sensación de indefensión, de no saber qué iba a pasar conmigo ni cómo estaría Braim. La soledad, el rechazo y la añoranza de mis seres queridos impedían mi descanso y erosionaban la poca esperanza que me iba quedando. 

Ayer me llamaron. Habían resuelto mi expediente y tenían que expulsarme de nuevo a mi país. Estoy escribiendo este relato en el avión que me trae a Sudán, de dónde salí hace casi dos años. Ya no soy la misma persona que se fue. Durante este tiempo he cruzado fronteras clandestinamente, he visto morir a compañeros de viaje, he contactado con mafias y he visto el lado más oscuro de algunas personas. Vuelvo sola, no sé dónde ni cómo estará Brahim y si volveré a verle. Ambos salimos con la esperanza de un futuro mejor. Vuelvo vacía, con el alma rota. Los que hicieron que partiese han ganado. He perdido las ganas de luchar y la fe que me llevó a pensar que sería posible cambiar el mundo.

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